martes, marzo 29, 2005

Aromas y modales en el metro

En El País del otro día venía este reportaje sobre el metro londinense, escrito por Walter Oppenheimer. Juan Varela habla de él en su excelente bitácora Periodistas 21.

No debería copiarlo aquí por lo de los derechos reservados etc pero en fin.

Aromas y modales en el metro

El metro de Londres es un reflejo de la ciudad misma: es caro, bastante sucio, étnicamente diverso, geográficamente extenso, a caballo entre la modernidad y la obsolescencia, y las reglas de cortesía son un elemento capital para garantizar la supervivencia.

Lo primero que descubre el viajero es que aquí no hay precios populares: viajar por la zona centro cuesta al cambio 3,30 euros el billete sencillo y 8,6 euros la tarjeta diaria. Pero no se preocupe, el taquillero perderá todo el tiempo del mundo explicándole qué tarifa se ajusta mejor a sus necesidades. Mientras el taquillero se desvive con el cliente, la cola crece y crece, pero eso no le impulsa a ser breve: sabe que nadie le meterá prisa. Un londinense nunca protesta por mucho rato que lleve esperando, sea ante la taquilla o parado en un túnel. No se oye un suspiro, no hay gestos de impaciencia. ¿Cortesía? No: pragmatismo. Desprecia por inútil el desahogo.

Tampoco pierde energías encogiéndose para facilitar el acceso a otros viajeros en hora punta. Por lleno que vaya el vagón, nada le distraerá de su lectura y poco le importa que su libro o su diario obstruyan el paso a los demás. Es entonces cuando el visitante ha de tener más temple. Por nada del mundo se le ocurra abrirse paso dando empujoncitos: ese contacto físico se considera de muy mal gusto y le pueden abochornar. Lo correcto es exclamar "¡Excuse me!" (bien larga esa u) con voz firme y cierta impertinencia en el tono y, de inmediato, abrirse paso sin miramientos. El empujón ha de llegar siempre después de las excusas.

Si tiene la suerte de sentarse en hora punta dé por seguro que sentirá en sus costados los codos de sus vecinos lectores. No se queje. Piense que en vez de un lector podría tener a su lado a alguien comiendo. No es infrecuente el aroma inconfundible de un menú de McDonald's. A menudo se percibe aunque el tren esté vacío. Si es ése el caso, mire a su espalda y levante con cuidado ese periódico abandonado en la repisa de la ventana: debajo quizás haya una caja de cartón de la que asoman restos de pollo y patatas fritas embadurnados de mayonesa y ketchup.

Pero el metro de Londres tiene también compensaciones. Es un soberbio observatorio étnico y sociológico. Los colores de la piel le ayudarán a imaginar procedencias, pero es el silencio lo que distingue al local del forastero. Los londinenses apenas hablan en el metro. Los turistas nunca callan. En especial los españoles, convencidos de que nadie les entiende. "¿Pero dónde va el gordo este? ¡Si ya no cabemos!", se quejó una imprudente señora al tiempo que este corresponsal se introducía en el atestado vagón pidiendo excusas a empellones.

El metro londinense es, además, una joya arquitectónica, con medio centenar de estaciones catalogadas. Es una delicia visitar en una mañana de sol la delicada estación de Sudbury Town, en el tramo oeste de Piccadilly Line, una combinación de obra vista y rebozado con formas cilíndricas, curvas y rectangulares. O pasmarse con el futurismo de la estación de Arnos Grove y su entorno, una obra de 1920 que parece evocar un platillo volante. O admirar en la descuidada fachada de Clapham South el flexible diseño que permite a las estaciones londinenses adaptarse a una esquina por abierto o cerrado que sea su ángulo.

Vale la pena perder un día absorbiendo la modernidad del nuevo tramo de la Jubilee Line, inaugurado en la Navidad de 1999. Apabullan la inmensidad subterránea de la estación de Westminster y el vacío imponente creado por Norman Foster en Canary Wharf, iluminada hasta las entrañas a través de una visera de cristal derivada de los llamados fosteritos, las cubiertas que cierran las bocas del metro de Bilbao. Admira la osadía que Will Alsop disemina por la estación de North Greenwich, dominada por inmensos pilares de azul cobalto y por la sensación de que todo allí está suspendido en el aire. Como la candidatura de Londres para organizar los Juegos Olímpicos de 2012.

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